Escrito por: Mara Elena Montes Díaz*
Shanghai en mandarín significa ciudad en el mar. Un mar que mis ojos no han visto. No está a la vista en los tramos de ciudad más urbanizados y transitados, como si lo está el rio Huan Pu, que recorre la ciudad en 120 km. Yo vivo con mi familia en un conjunto de apartamentos en el número 500 18 301 de una calle en el distrito de Changning al sur oeste de la ciudad y el mar está a unos 40 kilómetros.
El apartamento en el que habito está ubicado en un edificio de seis pisos. La fachada es de baldosines de colores rosa y gris, que se pegan a una estructura gruesa, resistente y clásica, que encaja perfectamente como un juego de lego buscando el horizonte en puntas triangulares similar a las pagodas. El techo de tejas rojas evoca un pasado histórico en China. Pero por lo demás (celdas de energía solar, antenas redondas de televisión por cable, aparatos de calefacción para el invierno y de aire acondicionado para el verano; tendedores de ropa en alumnino en los balcones) todo es funcional para estas épocas modernas.
Hay tres porterías que dan a diferentes calles y que encierran la edificación. Yo había pensado que aquello de las urbanizaciones cerradas y custodiadas era sólo en Colombia, pero me sorprendió el muro de rejas en hierro forjado, el día de mi llegada en el verano pasado a Shanghai.
Hay cámaras escondidas que se diluyen entre el ramaje de los pinos que dan cuenta de lo que sucede en todo el recinto habitacional. Y los porteros, uniformados con kepis y sastre azul oscuro disponen en sus manos de radios, de los paraguas para cubrirse de la lluvia y de una capa impermeable con los que los he visto capotear la nieve en el último invierno.
Aquí en Shanghai, en el barrio que yo vivo, que es ahora mi barrio, los vecinos son en su mayoría chinos. Pocos expatriados. A no ser por nosotros, tres hawainas que viven por aquí cerca y un hombre blanco que ya parece chino por la rapidez con la que maneja su pequeña scooter.
Desde mi hogar, pequeño refugio a prueba de la nostalgia, he visto pasar tres estaciones, un comienzo de otoño que parecía verano, un otoño de ventizcas heladas y un invierno que trajo la nevada más fuerte de los últimos 50 años. Descubro China todos los días, sin otra guía turística que mi propio instinto, que se empeña en buscar, como las mulas, la montaña más escarpada para hacer el camino.
El balcón, es mi teatro
Todas las mañanas, sin falta, desde hace cinco meses, me asomo para divisar lo que sucede a mi alrededor desde los balcones del apartamento de Cheng Xiao Ping (el chino dueño de la propiedad). Al amanecer, cuando me he sacudido los sueños colombianos salgo disparada al primer balcón a enfrentarme con el día.
Desde allí diviso las cocinas de los dos edificios de enfrente. Por ejemplo, en el invierno, a las siete de la mañana, los inquilinos de los apartamentos encienden las luces. A esa hora ya van de salida porque la luz se apaga rápidamente y noto que salen graneados por las puertas del edificio. Algunos se cruzan en la puerta de cristal con el mensajero de China Post Ofice, un muchacho muy delgado que va vestido con traje verde oliva y que siempre cuadra su bicicleta vieja en el muro. Allí en la canasta lleva un grupo de periódicos perfectamente doblados como figuras de origami. Entra y deja en el buzón algunos y sale y se va.
Necesito comenzar la mañana con ánimos así el sol no se asome por el cielo gris. Por eso aspiro bocanadas de aire al tiempo que estiro mis brazos y saco la cabeza y descubro por debajo del follaje de los árboles al hombre de la tienda del primer piso. Allí mismo vive con su familia, en el costado derecho, de un local grande e insípido, lleno de estantes de aluminio, descoloridos por el paso del tiempo.
Venden arroz, leche en cajas por docenas (en las que me he ganado ya dos libros de un premio que dan a los compradores fieles), cerveza Sartori a 2 rmb ($520 pesos colombianos por litro); Coca Cola, cuyos envases traen motivos alusivos al año nuevo Chino y a los Juegos Olímpicos de Beijing (con la foto del gigante shanghainés, jugador de baloncesto de 2 mtrs que ya es famoso en el mundo); agua en bidones grandes, indispensable en esta ciudad debido a que el agua del grifo no es de muy buena calidad.
Además hay en la tienda, dulces, papitas y toda suerte de galguerías que se volvieron un motivo de disculpa para que mi hija y yo entremos a ver al único bebé que tiene este edificio.
El hombre que yo veo por el balcón a esta hora es el dueño, es mensajero (siempre lleva a los residentes los encargos de agua en una scooter tan escualida que pareciera no poder cargar el peso del bidón y que deja asomar sus piernas largas como una jirafa) es el dependiente y es el papá de un hombrecito de unos 8 meses que ha sido el único chino que hasta ahora me ha coqueteado con una sonrisa.
Nunca veo descansar al dueño. El día del Año Nuevo Chino (febrero 6) lo ví más contento que de costumbre. Nosotras, mi hija María y yo, bajamos a sacar a pasear a Rufos, un perro amigo que nos visitó tres semanas y ese día mi vecino, aún a sabiendas de las evidentes distancias culturales, nos hizo partícipes de la gran celebración de Año Nuevo Chino en la que ellos comparten regalos sólo con sus familiares más cercanos. Una especie de Navidad occidental. Nos regaló manzanas y frutos secos.
Desde aquí lo veo moverse con una agilidad asombrosa. Ayer, por ejemplo, cuando he bajado con María noté el paso del tiempo. Cuando nos vio gritó desde el fondo del local; Maríaaaaaaaaaaa. Ya no dice Malíiiiiiiia como en los primeros dias de recién llegadas. Y el bebé regordete me sonrió y me extendió sus manos como si quisieran desprenderse de la pijamita acolchada que lo cubría del invierno feroz. Cómo cambia todo, pensé. Al final del verano, cuando llegamos, le veía con sus pantalocitos con abertura por detrás y el culo al aire sin pañal (ese no es un invento chino) y no podía imaginar que ése, mi vecino más pequeño, llegara a quererme de la forma cómo yo le estoy queriendo.
Nun hao. Hola. Le digo al bebé en shanghainés. El niño me sonríe. El papá, sin que yo lo pida, trae para mí una Coca-Cola de uno de los estantes. Saco de uno de mis bolsillos 2rmb, mientras se escucha el ruido ensordecedor de la pólvora de Año Nuevo 2008. El perro salta angustiado por el ruido. El golpeteo de los juegos pirocténicos me envuelve en una sensación novelezca. Nos despedimos y decimos gracias en chino. El bebé me sigue con la mirada por todo el local. Yo le sonrío. No sé cómo le digo, te quiero.
* Magíster en Comunicación y Educación de la Universidad Autónoma de Barcelona. Viviò en la RP China desde el año 2006. En este texto describe la experiencia urbana en Shanghai presentándonos el conjunto de relaciones simbólicas, su croquis urbano al interior de su barrio el cual le sirvió para sobrevivir afectivamente en una cultura tan lejana a la nuestra.
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